Una vez había un anciano que vivía con su esposa en una pequeña aldea. Hubieran sido felices si la señora hubiese tenido el sentido de controlar su lengua. Todo lo que sucedía dentro de su casa, o un pellizco de noticias que trajera el esposo desde algún lugar, era contado de un solo a casi toda la aldea, y esta información era repetida una y otra vez, alterándose en el transcurso hasta que, a menudo, la espalda del anciano era la que pagaba por las trastadas que ni siquiera había hecho.
Un día iba él por el bosque. Cuando llegó a la orilla, se salió de su carreta y caminó a la par. Repentinamente pisó un punto blando en el suelo, y su pie se hundió en la tierra.
“¿Qué podrá ser ésto?”, pensó. “Cavaré un poco para ver.”
Entonces cavó y cavó, y al final llegó hasta una olla repleta de oro y plata.
“Oh, ¡Qué suerte! Ahora, si sólo supiera cómo pudiera llevarme este tesoro a casa conmigo – pero no puedo esperar ocultarlo de mi mujer, y una vez que ella lo sepa, le dirá a todo el mundo, y me meterá en problemas”.
Se sentó y pensó y pensó sobre esa materia durante largo tiempo, hasta que logró idear un plan. Cubrió el tesoro con tierra y ramitas, y se dirigió al pueblo, en donde compró un lucio vivo, y también una liebre con vida, en el mercado.
Entonces regresó al bosque y colgó el lucio de la punta de un árbol muy alto, mientras la liebre la ató a una red de pescar que fijó a la orilla de un pequeño arroyo, sin ponerse a pensar qué tan incómodo podría ser para la liebre el estar allí, en ese lugar tan húmedo.
Luego se subió a su carreta y regresó, feliz, a su casa.
“¡Mujer!”, gritó al momento de entrar a la casa. “Ni te imaginas la gran suerte que se nos ha atravesado en el camino”.
“¿Qué, qué, querido esposo? Dímelo todo de una vez”.
“No, no, pues irás directo a contarle a todo el mundo”.
“¡No, no lo haré! ¡Cómo puedes pensar semejante cosa! ¡Qué vergüenza! Si lo prefieres, juro nunca …”.
“¡Oh, bien!. Si me lo dices en serio, entonces escucha.”
Y le susurró al oído: “He hallado una olla llena de oro y plata en el bosque!, ¡Hush! -“.
“¿Y porqué no lo has traído?”.
“Porque iremos juntos y lo traeremos con cuidado con nosotros.”
Entonces ambos, el hombre y su esposa, viajaron juntos al bosque.
Mientras conducían, de camino al bosque, el hombre le dijo a su mujer:
“¡Qué cosas más extrañas las que se escuchan hoy en día, mujer! Alguien me contó el otro día que ahora los peces viven en los árboles, y pululan por su comida, y que algunos animales silvestres, que solían vivir en tierra, pasan su tiempo dentro del agua. ¡Bien, bien, bien! Ciertamente están cambiando los tiempos.”.
“¡Qué, debes estar loco, hombre! Querido, querido, que insensateces dice la gente hoy en día.”
“¡Insensateces, por cierto! Porqué…sólo mira. ¡Bendita mi alma!, ¡No me digas que es un pez, un lucio es lo que creo, colgado de aquél árbol.”
“¡Qué chistoso!”, exclamó la esposa, “¿Cómo se habrá subido un lucio hasta allí? Pero si, SI es un lucio – no debiste haber intentado negarlo. Lo que dice la gente podría ser verdad. -“.
Pero el hombre sólo sacudió su cabeza y se encogió de hombros, abriendo la boca y quedando como si en verdad no pudiese creerlo.”
“¿Pero qué te quedas viendo allí, con la boca abierta, estúpido?”, dijo la esposa, “Sube a ese árbol rápido, y atrapa ese lucio, y lo cocinaré para la cena”.
Y el hombre subió al árbol, capturando al lucio y dándoselo a su esposa, y continuaron su camino”.
Cuando llegaron cerca del arroyo, él se detuvo, con la boca abierta.
“¿Y ahora qué es lo que estás viendo?”, preguntó la mujer, impaciente. “Sigue conduciendo, ¿qué no puedes?”.
“Porque…al parecer veo algo moviéndose en esa red. Veré a ver qué es.”
Corrió hacia la red, y luego de ver con cuidado, llamó a su esposa:
“¡Sólo mira!. Aquí quedó atrapada justamente una criatura de cuatro patas, en la red. Creo que es una liebre.”
“¡Válgame el cielo!”, exclamó la esposa. “¿Cómo pudo meterse la liebre en esa red? Es una liebre, SI QUE LO ES, ni necesitabas decirlo. Después de todo, creo que la gente anda diciendo verdad -“.
Pero el esposo sólo sacudió la cabeza y se encogió de hombros, restregándose los ojos como si en verdad no pudiera creerlo.
“¿Y ahora por qué te quedas allí parado sin hacer nada, estúpido?” , gritó la esposa. “Trae la liebre. Una linda liebre gorda es cena para un día de fiesta.”
El viejo capturó a la liebre, se la entregó a la esposa, que la guardó, y continuaron su camino hasta el lugar donde el tesoro estaba enterrado. Quitaron las ramitas, excavaron la tierra, sacaron la olla, la cargaron en su carreta y condujeron directo a casa de regreso con el tesoro.
Y entonces la pareja de ancianos tuvo suficiente dinero, hasta de sobra, y estuvieron felices y vivieron con comodidad. Pero la esposa era bien ingenua y tonta. Todos los días invitaba a las personas a que fuesen a comer con ellos, y celebraban todos, mientras la impaciencia del hombre crecía. Intentó razonar con ella, pero no escuchaba.
“¡No tienes derecho de sermonearme!”, le dijo ella. “Juntos hemos hallado el tesoro, y juntos lo gastaremos”.
El esposo aguantó, y continuó siendo paciente pero, tras un tiempo, le dijo: “Tú haz lo que te plazca, pero yo no te voy a dar un solo centavo más”.
La anciana estaba furibunda. “¡Oh, que tipo bueno para nada, que quiere el dinero todo para si mismo! Pero sólo espera y verás lo que te haré.”
Diciendo ésto, salió directo donde el gobernador, a dar la queja sobre su esposo.
“¡Oh, señor mío, protéjame de mi esposo! Desde que halló el tesoro, no se le soporta. Sólo come, y bebe, y no trabaja, ¡y retiene todo el dinero para sí!”.
El gobernador tuvo piedad de la señora y ordenó a su secretario en jefe que se hiciera cargo del asunto. El secretario reunió a los ancianos de la aldea, y juntos fueron a la casa del viejo.
“El gobernador”, ordenó él, “desea que Usted le de a mi cuidado todo el tesoro que Usted encontró”.
El hombre se encogió de hombros, y dijo: “¿Qué tesoro? No sé nada sobre ningún tesoro.”
“¿Cómo? ¿No sabe Usted nada? Porque su esposa se ha quejado sobre Usted, y lo ha denunciado. No intente mentir. Si Usted no entrega el tesoro inmediatamente, será juzgado por atreverse a retener un tesoro del gobierno sin dar notificación al gobernador sobre su existencia.”
“Perdóneme, su excelencia, pero, ¿que tesoro se supone que debe ser ese? Mi esposa seguramente lo soñó, y vosotros, finos caballeros, le habéis escuchado sus insensateces.”
“Insensateces serán”, interrumpió la mujer. “Una olla repleta de oro y plata, ¿a eso le llamas insensatez?.”.
“Tu no estás en tus cabales, querida esposa. Señor, os ruego perdón. Preguntadle cómo sucedió, y si ella os convence, pagaré por ello con mi vida.”
“Asi fue como sucedió, señor secretario”, replicó la mujer, “Conducíamos por el bosque, cuando vimos un lucio en la punta de un àrbol-“.
“¿Qué, un LUCIO?” Exclamó el secretario, “¿Piensa Usted que puede bromear conmigo, linda?”.
“¡Para nada, no bromeo, señor secretario! Estoy diciendo la pura y llana verdad”.
“Ve Usted ahora, caballero”, dijo el esposo, “qué tanto puede confiar en ella, cuando está charlataneando asi.”
“¿Charlatana, es asi?”, exclamó la señora, “¿Talvez se te ha olvidado, también, cómo fue que encontramos una liebre viva en el rio?”
Todo rugió por las carcajadas que soltaron; inclusive el secretario sonrió acariciando su barba, mientras el hombre decía:
“Ven, ven, mujer, todos se ríen de ti. Vedlo por vosotros mismos, caballeros, hasta dónde podéis creerle.”
“Si, es cierto”, dijeron los ancianos de la aldea, “ciertamente es la primera vez que escuchamos que las liebres andan por los ríos o los peces en las copas de los árboles”.
El secretario ya no pudo hacer nada más, y regresó al pueblo. La anciana quedó tan humillada, que tuvo que cerrar su boca por siempre, y obedecer a su esposo de ahí en adelante, y el hombre compró mercancías con parte del tesoro, se mudó al pueblo, y abrió una tienda, que prosperó, y pasó el resto de sus días en paz.”