Los tiempos antiguos no son como los actuales en los que vivimos. En los tiempos pasados, toda clase de fuerzas malignas andaban libremente por el mundo.El mundo en sí no era como es ahora: ahora ya no andan los poderes diabólicos entre nosotros.
Les contaré la Kazka (cuento) de Oh, el rey del bosque, de forma que lo conoceréis de la forma que sucedió.
Hubo una vez, hace mucho, mucho tiempo, más allá de los tiempos que podemos recordar, antes que vuestros bisabuelos o sus abuelos hubiesen nacido en este mundo, que vivían un hombre pobre con su esposa, y tenían un único hijo, quien no era un hijo digno de su padre y madre. ¡Tan perezoso era ese único hijo, que el Cielo se apiade de él!
No hacía nada, ni ir a traer agua al pozo, sino que se recostaba en la estufa todo el día, rodando por encima de los carboncillos calientes. Y aunque ya tenía veite años de edad, se sentaba sobre la estufa, sin pantalones, y nada lo hacía bajar. Si le daban algo para comer, se lo comía; y si no le daban nada de comer, igual quedaba sobre la estufa, sin comer.
Su padre y su madre se impacientaron y entristecieron gravemente por él, y dijeron:
“¿Qué vamos a hacer contigo, Oh, Hijo? Pues no eres bueno para nada. Los hijos de otras personas trabajan y son una ayuda para sus padres, pero tu eres un tonto y te comes nuestro pan, por nada”.
Pero eso no fue nada útil. El seguía sin hacer nada más que sentarse en la estufa y jugar con las brasas. Entonces su padre y su madre lloraron por esto durante muchos días enteros, hasta que, al final, la madre le dijo al padre:
“¿Que se debe hacer con nuestro hijo? ¿No ves que ya ha crecido y ahora no nos es útil para nada, y que es tan tonto que no podemos hacer nada con él? Mira. Si podemos enviarlo lejos, enviémoslo lejos; si podemos vender sus servicios, vendamos sus servicios; tal vez otras personas puedan hacer con él más que lo que nosotros”.
Entonces su padre y su madre juntaron sus cabezas y lo enviaron con un sastre, para que aprendiera la costura.
Estuvo allí por tres días, pero entonces escapó y corrió a casa, y de inmediato se subió sobre la estufa y se puso a jugar con las brasas.
Su padre entonces le zurró una paliza y lo envió con un zapatero remendón, para que aprendiera a reparar zapatos, pero de nuevo regresó a casa. Su padre le dió otra zurra y lo envió con un herrero, para que aprendiera el forjado del hierro. Pero allí, también, no estuvo por mucho tiempo y huyó a casa, de forma que, ¿qué debía hacer ahora el padre?
“Te diré qué haré contigo, ¡hijo de perro!”, dijo él, “Te llevaré, perezoso patán, a otro reino. Allá, tal vez, te podrán enseñar mejor que lo que te enseñaron aquí, y será muy lejos para que escapes”.
Entonces lo tomó y salió con él de viaje.
Ellos caminaron y caminaron, por un camino corto y por un camino largo, y al final llegaron a un bosque tan oscuro, que no se podía ver ni la tierra ni el cielo. Atravesaron este bosque, pero tras poco tiempo, quedaron agotados, y cuando llegaron a una vereda que iba a un claro lleno de enormes troncos tirados, el padre dijo:
“Estoy tan cansado, que me sentaré aquí un rato”, y se sentó sobre un tronco de árbol, y lloró: “¡Oh, qué cansado estoy!”.
Ni habia pronunciado esas palabras, cuando de pronto, de un tronco de árbol, nadie podría decir cómo, saltó un pequeño viejecito, muy arrugado y fruncido, y su barba totalmente verde, que le llegaba hasta las rodillas”.
“¿Que quieres de mí, hombre?”, preguntó él.
El hombre estaba asombrado por la rareza de su aparición, y le respondió:
“No te he llamado; ¡vete!”.
“¿Cómo puedes decir eso, cuando me has llamado?”, dijo el pequeño viejecito.
”¿Quién eres tu, entonces?” preguntó el padre.
“Yo soy Oh, el rey de los bosques”, respondió el viejo; “¿Porqué me has llamado, he dicho?”.
“Fuera de aquí, yo no te llamé”, dijo el hombre.
“¡Qué! ¿No me has llamado cuando has dicho ‘Oh’?”
“Estaba cansado, y por eso dije ‘Oh’!”, respondió el hombre.
“¿A dónde te diriges?” preguntó Oh.
“El mundo entero yace frente a mi”, afirmó el hombre, “Estoy llevando a este mi tonto cabeza dura para que alguien lo contrate para algo. De alguna manera quiero que sea, tal vez, útil para alguien más, de lo que es para nosotros en casa; pero, enviarlo a donde él quiere, no será, pues ¡siempre regresa corriendo a casa!”
“Arrendádmelo a mí. Yo te garantizo que le enseñaré”, dijo Oh. “Pero me lo quedaré sólo con una condición. Tu deberás regresar por él después que un año completo hubiese transcurrido y, si lo reconoces, te lo podráis llevar; pero si no lo reconoces, deberá servir otro año más conmigo”.
“¡Muy bien!”, exclamó el hombre.
Así, entonces, cerraron el trato con un apretón de manos y tomaron un buen trago, y el hombre regresó a su propia casa, mientras Oh se llevó a su hijo con él.
Oh se llevó al hijo del viejo con él, y pasaron a otro mundo, el mundo más allá de la tierra, y llegaron a una choza verde, tejida con paja, y en esta casa todo era verde; las paredes eran verdes, y las bancas eran verdes, y la esposa de Oh era verde, y sus hijos eran verdes – de hecho, todo allí era verde.
Y Oh tenía rusalky como servidumbre, y ellas eran tan verdes como la ruda.
” ¡Siéntate ahora!”, dijo Oh a su nuevo empleado, “y toma un poco de algo que comer”. Las rusalky le trajeron algo de comida, que también era verde, y él comió de ella.
“Y ahora”, dijo Oh, ” llevaré a mi trabajador al patio, para que corte leña y traiga agua del pozo”. Y de esta manera, lo llevó al patio; pero, en vez de cortar leña, se tumbó y se puso a dormir. Oh fue a ver cómo iba el trabajo, pero lo halló allí, roncando.
Oh lo agarró, y le dio una paliza, diciendo: con leña y a la leña te ataré con fuerza, y la prenderé en fuego, hasta que mi trabajador se haya quemado hasta lo huesos. Y eso hizo.
Entonces Oh luego tomó las cenizas, y las roció lanzándolas a los cuatro vientos; pero un pequeño pedazo de carbón quemado cayó de estas cenizas, y Oh regó este carbón con agua viva, de donde el trabajador salió inmediatamente, con vida, y un poco más atractivo y fuerte que antes.
Oh de nuevo le hizo cortar leña, pero de nuevo se fue a dormir. Entonces Oh de nuevo lo ató a la leña, y lo quemó, y lanzó las cenizas a “los cuatro vientos”, y el carbóncillo que cayó lo regó con agua viva y, en vez del patán payaso, salió un fornido y guapo kozako, que su belleza no podía ser imaginada o descrita, ni narrada en cuentos.
Allí, entonces, estuvo por un año. Y al final del año retornó el padre por su hijo. Llegó al mismo claro repleto de troncos tumbados, en el mismo bosque, y se sentó, y dijo “¡Oh!”.
Oh inmediatamente salió de uno de los troncos tumbados, y dijo:
“¡Saludos, Hombre!”.
“¡Saludos a ti, Oh!”,
“¿Y qué deseas, hombre?”, preguntó Oh.
“He venido”, dijo él, “por mi hijo”.
“Bien, ¡ven entonces!; si lo reconoces de nuevo, te lo podrás llevar lejos contigo; pero si no lo reconoces, deberá servirme por otro año mas”.
Entonces el hombre fue con Oh. Llegaron a su choza, y Oh tomó puñados de mijo y los regó por todos lados, y miríadas de gallos llegaron corriendo a picotear.
“Muy bien, ¿reconoces a tu hijo otra vez?”, dijo Oh.
El hombre quedó viendo y viendo. No había nada más que gallos, y cada gallo era igual a los demás, de modo que no pudo reconocer a su hijo.
“Bien”, dijo Oh, “ya que no lo has reconocido, regresa a casa; este año, tu hijo deberá quedar a mi servicio.”
Entonces regresó el hombre a casa.
El segundo año transcurrió, y el hombre de nuevo vino con Oh. Llegó a los troncos tumbados, y dijo “¡Oh!”, y Oh salió saltando del tronco botado.
“¡Ven!”, dijo él, “vamos a ver si lo puedes reconocer ahora.”
Entonces lo llevó a un corral de ovejas, y había hileras de hileras de ovejas, y cada una era exactamente igual a las demás. El hombre quedó viendo y viendo, pero no pudo reconocer a su hijo.
“Tu debes volver a tu casa entonces”, dijo Oh, “y tu hijo deberá vivir conmigo por otro año más.”
Entonces el hombre se fue, triste en su corazón.
Pasó el tercer año, y el hombre vino a buscar de nuevo a Oh. Caminó y caminó, hasta que se topó con un anciano, tan blanco como la leche, y la vestimenta del anciano era de un blanco brillante.
“¡Hola a Usted, O Señor!”, dijo él.
“¡Hola a Usted también, Padre mío!”
“¿Qué, en el nombre de Dios, lo trae por aquí?”.
“Vengo a liberar a mi hijo de Oh.”
“¿Cómo así?”.
Entonces el hombre le contó al anciano blanco sobre cómo Oh había contratado a su hijo, y bajo qué condiciones.
“¡Ay, ay!”, dijo el anciano de blanco, “es un vil pagano con quien Usted está tratando; él lo llevará guiado por la nariz durante mucho tiempo”.
“Si”, dijo el hombre, “Percibo que es un vil pagano; pero no sé en el mundo qué hacer con él. ¿No puede Usted decirme entonces, querido padre, cómo puedo recobrar a mi hijo?”.
“Sí que puedo”, dijo el anciano.
“Entonces dígame, querido padre, y rogaré a Dios por Usted toda mi vida pues, aunque no ha sido mucho como un hijo para mí, aún es de mi propia carne y sangre”.
“¡Escuche entonces!”, dijo el anciano, “cuando esté con Oh, liberará una multitud de palomas frente a Usted, pero no escoja una de esas palomas. La paloma que debe escoger es la que no sale, sino la que queda echada detrás del peral, acicalándose las plumas; ese es su hijo”.
Entonces el hombre agradeció al anciano de blanco y siguió su camino. Y llegó a los troncos tumbados.
“¡Oh!”, gritó él, y Oh salió y lo condujo a su reino. Allí, Oh sacó puñados de trigo, y los regó, y llamó a sus palomas, y voló tal multitud de ellas, que no se podían contar, y cada paloma era exactamente igual a las otras.
“¿Reconoces a tu hijo?”, preguntó Oh. “Y si lo reconoces, es tuyo; y si no lo reconoces, entonces es mio”.
Ahora bien, todas las palomas estaban picoteando el trigo, pero una sola se encontraba echada detrás del peral, acicalando el plumaje de su pecho y sus alas.
“Ese es mi hijo”, dijo el hombre.
“Ya que lo has adivinado, llévalo”, respondió Oh.
Entonces el padre tomó a la paloma, e inmediatamente se convirtio en un guapo joven , y más bello no se podía encontrar en todo el mundo. El padre se alegró grandemente, y lo abrazó, y lo besó.
“¡Vámonos a casa, hijo mío!”, dijo él. Y partieron.
Mientras iban por el camino juntos, charlaron un poco, y el padre preguntó cómo lo había tratado Oh. El hijo le contó.
El padre entonces le contó a su hijo lo que había sufrido, y fue el turno del hijo de escuchar. Y prosiguió el padre: “¿Qué deberemos hacer ahora, hijo mío? Soy muy pobre y por los años que serviste no he ganado nada.”.
“No te aflijas, querido padre, y llegaremos al final. ¡Mira!, allá hay unos nobles de cacería, tras una zorra. Me convertiré en un galgo y atraparé a la zorra, y entonces los jóvenes nobles querrán comprarme de ti, y tú deberás venderme a ellos por trescientas monedas – sólo, ten en mente no venderme con cadena; ¡entonces tendremos montones de dinero, y seremos felices juntos!”.
Ellos continuaron caminando y caminando y allí, a los bordes del bosque, unos sabuesos perseguían una zorra. La persiguieron y persiguieron , pero la zorra seguía escapando, y los sabuesos ya no la podían perseguir. Entonces el hijo se convirtió en un galgo y corrió hacia la zorra y la mató. Los nobles llegaron galopando saliendo del bosque.
“¿Es ese su galgo?”
“Si es”.
“Es un buen perro; ¿quisiera vendérnoslo?”
“¡Por supuesto!”
“¿Que es lo que Usted requiere?”
“Trescientas monedas, sin cadena”.
“¡Para qué lo queremos con cadena! Le daremos una cadena de oro. ¡Diga cien monedas!”.
“¡Nay!”
“Entonces tenga su dinero y denos el perro”
Ellos entonces contaron el dinero, se lo dieron, y salieron a continuar su cacería. Enviaron al perro tras otra zorra. El perro la persiguió directo dentro del bosque, pero no la capturó sino que se transformó de regreso en un joven y se reunió con su padre.
Continuaron caminando, y su padre le dijo:
“¿Para qué usaremos este dinero, después de todo? Apenas alcanza para reparar nuestra jata y comenzar a hacer limpieza.”
“No te aflijas, querido padre, tranquilicémonos. Más lejos habrá unos jóvenes nobles cazando perdices con halcones. Me convertiré en un halcón, y tú deberás venderme a ellos; sólo véndeme por trescientas monedas, y sin capucha”.
Se dirigieron a la pradera, y allí, efectivamente, había algunos jóvenes nobles cazando perdices con su halcón. El halcón las perseguía, pero siempre le quedaba atrás, y la perdiz siempre lo eludía. El hijo entonces se transformó en un halcón y de inmediato capturó a su presa. Los nobles lo vieron, y estaban asombrados.
“¿Es ese su halcón?”
“Es mío”
“¡Véndalo entonces!”
“¡Por supuesto!”.
“¿Cuánto quiere Usted por él?”
“Si Usted me da trescientas monedas, Usted lo podrá tener, pero debe ser sin capucha.”
“¡Como si quisiéramos una capucha! Le haremos una capucha digna de un rey.”
Entonces ellos regatearon y regatearon, hasta que finalmente aceptaron darle las trescientas monedas.
Entonces los jóvenes nobles mostraron al halcón otra perdiz, y voló y voló hasta derribar a su presa; pero entonces se internó en el bosque y se reunió de nuevo con su padre.
“¿Cómo nos la vamos a arreglar para vivir con tan poco?”, dijo el padre.
“Espera un poco, padre, y tendremos más”, dijo el hijo. “Cuando pasemos por la feria, me convertiré en un caballo, y deberás venderme. Te darán mil monedas por mi, pero véndeme sin gamarra.”
Entonces llegaron ellos a la siguiente aldea, en donde se celebraba una feria, y el hijo se transformó en un caballo, un caballo tan flexible como una serpiente, y tan brioso que era peligroso aproximarse a él. El padre llevó al caballo junto con la brida, y el caballo se encabritó y sacó chispas del suelo con sus cascos.
Entonces llegaron los comerciantes de caballos y todos comenzaron a ofrecer.
“No menos de mil monedas”, dijo él, “y podráis tenerlo, pero sin la brida”.
“¿Y para qué queremos la brida? Le haremos una de hilo de plata. ¡Ven, te daremos quinientas monedas!”.
“¡No!”, dijo él.
Entonces vino un gitano, tuerto de un ojo.
“¡Hombre!, ¿Qué quieres por tu caballo?”, dijo el gitano.
“¡Mil monedas, sin la brida”.
“¡Nay!, ¡Pero es muy bello, querido padre! ¿No aceptarías quinientas monedas, con la brida?”.
“¡No, ni un poquito menos!”.
Entonces el gitano comenzó a regatear y regatear, pero el padre no cedía.
“Ven, ¡véndelo!”, dijo él, “Con la brida.”
“No, Usted, gitano. Me gusta esa brida.”
“Pero, mi buen hombre, ¿Donde ha Usted visto un caballo sin brida? ¿Como se supone que lo pueda guiar?”
“Sin embargo, la brida deberá seguir siendo mía.”
“Mira, Padre. Te daré las cinco monedas extra, pero debo tener la brida.”
El viejo comenzó a reflexionar. Una brida como esa no vale ni tres centavos, y el gitano me ofrece cinco monedas por ella; se la daré.
Y asi fue que cerraron el pacto con un buen trago, y el viejo regresó a casa con su dinero, y el gitano se fue con el caballo.
Pero no era realmente un gitano, sino que era Oh, quien se había transformado en un gitano. Y cabalgó y cabalgó en el caballo. Y el caballo lo llevó más alto que los árboles del bosque, pero mas abajo que las nubes en el cielo. Y finalmente se hundieron en el bosque y llegaron a la choza de Oh, y Oh fue a su casa y dejó al caballo afuera, en la estepa.
“Este hijo de un perro no escapará de mis manos tan fácilmente por segunda vez”, dijo a su esposa.
Y al alba tomó Oh al caballo con la brida y lo llevó al río, a abrevarlo. Pero ni había tocado el agua del río el caballo, bajó su cabeza y se convirtió en una perca, y comenzó a nadar por el río. Pero Oh, mucho más habil, se convirtió en un lucio y persiguió a la perca. Pero cuando el lucio casi la había capturado, la perca dio un giro repentino y pincho con sus puntiagudas aletas al lucio, y el lucio no la pudo capturar. Y cuando la perca estaba cerca nuevamente, el lucio le dijo:
“¡Perca!, ¡Perca! Voltea tu cabeza hacia mí, ¡Quiero tener una charla contigo!”.
“Puedo escucharte tal como estoy, querido primo, si aún quieres charlar.”
Entonces se fue de nuevo, y de nuevo el lucio estuvo cerca de la perca, y le gritó:
“¡Perca!, ¡Perca! Voltea tu cabeza hacia mí, ¡Quiero tener una charla contigo!”.
Y la perca desplegó de nuevo sus punzantes aletas, y dijo:
“Puedo escucharte tal como estoy, querido primo, si aún quieres charlar.”
De esta manera, el lucio continuó persiguiendo a la perca, pero fue inútil. Al final, la perca llegó a la playa, y alli había una princesa cortando una ramilla de fresno. La perca se convirtió en un anillo de oro, con granate, y la princesa lo vió y lo pescó, sacándolo del agua.
Llena de alegría se lo llevó a casa, y le dijo a su padre:
“¡Mira, querido padre, qué bonito anillo me he encontrado!”.
El rey la besó, pero la princesa no sabía en qué dedo se le veía mejor, pues era tan bello.
Más o menos al mismo tiempo, se le dijo al rey que había un mercader que había llegado a Palacio. Era Oh, quien se había convertido en mercader. El rey llegó con él, y le dijo:
“¿Qué quiere Usted, viejo?”
“Estaba navegando por el mar en mi barco”, dijo Oh, “y traía desde mi país un bello anillo de oro con granate, y ese anillo se me cayó al agua. ¿Ha alguno de vuestros sirvientes por casualidad hallado mi anillo?”.
“No, pero mi hija si”, dijo el rey.
Entonces fue llamada la damisela, y Oh comenzó a rogarle que se lo devolviese., “pues no podré vivir en este mundo si no me devuelves el anillo”, dijo él.
Pero no había modo. Ella no se lo daría. Entonces el propio rey habló con ella: “Nay, querida hija, dáselo, que la mala fortuna no caiga sobre este hombre por culpa nuestra; ¡Dáselo, he dicho!”.
Entonces Oh rogó aún más, diciendo: “Toma lo que quieras de mi, sólo devuélveme el anillo.”
“¡No!”, dijo la princesa, “no será ni mío ni tuyo”, y diciendo eso, se quitó el anillo, lo lanzó al suelo, y éste se convirtió en un montón de granos de mijo que se repartió por todo el piso de Palacio.
Entonces Oh, sin más preámbulo, se convirtió en un gallo, y comenzó a picotear todo el mijo; picoteó y picoteó, hasta que todo lo tragó.
Pero quedó un único pequeño grano de mijo, que había rodado justo a los pies de la princesa, y no lo vio el gallo. Cuando acabó de picotear todo el mijo, extendió sus alas y salió volando por la ventana.
El pequeño grano de mijo se convirtió en el joven más bello y más guapo, que la princesa, al verlo, quedó enamorada de él al instante, y le rogó al rey y a la reina que, si eran piadosos, lo dejaran ser su esposo.
“Con ningún otro seré feliz”, dijo ella, “¡Toda mi felicidad está en él nada más!”.
Por largo tiempo, el rey frunció el ceño sólo con pensar darle la mano de su hija a ese sencillo joven; pero, al final, les otorgó su bendición, y los coronó con las guirnaldas nupciales, y todo el mundo fue invitado a la boda real. Y yo también estuve allí, y bebí cerveza y aguamiel, y lo que mi boca no podía sostener, fluía por mis barbas, y mi corazón se regocijó.